Son las siete menos veinte, son las siete menos veinte desde ayer y es que al reloj de la cocina le faltan pilas. Prefiero que se quede así y no vivir atormentada por el paso del tiempo, por la falta de tiempo, por “la prisa o la vida”. El tiempo discurre diferente para todos y por suerte para todos. No importa para mí, me digo, mientras intento apreciar cada sucesión de acontecimientos varados en mis propias circunstancias y predisposiciones. Si más no, ahora escribo en mi tiempo libre. El tiempo fragmentado se convierte en caducidad y se pierde y yo pretendo comunicar mis lapsos en variados traspiés verbales. No consigo encontrar las palabras a veces pero nunca el tiempo para dilucidarlas. Siguen siendo las siete menos veinte.
...
La lucha a contratiempo y contra el tiempo nunca ha sido mi fuerte. La verdad, el fenómeno del reloj de la cocina ha resultado todo un desahogo. Vivir en un lugar donde el tiempo escrito en números no transcurre, es un regalo para la apreciación del concepto de ritmo de vida. Ayer trasladé mi colchón y mi mesita de noche entre la lavadora y la tostadora. Mi casa se ha reducido casi a los cuatro metros cuadrados de superficie culinaria.
Mi compañera de piso cree que me he vuelto loca, pero yo sé que en el fondo me comprende. Lo que sucede es que ya no queda lugar para su colchón, sino, también lo haría. Estoy segura.
En fin, de momento me he vuelto (inter)dependiente de este microcosmos en el que los segundos pueden ser horas y viceversa. Cuestión de elección. Entre tanto, sigo eligiendo tranquilidad temporal y relojes de cocina sin baterías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario